Todo comenzó igual que siempre. Como
una conversación de amigos en un bar donde repentinamente todo se vuelve urgente
e importante, y luego pin! se desaparece!.
Bueno, esta vez discutíamos sobre
la verdad de los objetos y la posibilidad de comunicarlos (¡viste lo que es!, hablábamos sobre la posibilidad de hablar!). Los objetos son –decíamos- unívocos
e indesmentibles. Pero el lenguaje que los refiere no, por ello todo lo que
digamos es un acuerdo que los excede y que nos constituye como sujetos.
La caminata nos sugirió que los
objetos son así porque no tienen cultura, precisamente porque ellos no tienen
ficción ni lenguaje. Nosotros en cambio somos el lenguaje que usamos,
somos las reglas que utilizamos para entender o construir la mecánica de las
cosas.
Nosotros, en cambio, con el cuerpo
construimos la confianza básica que nos permitirá sustentar lo que decimos,
para luego apostarla con el riesgo de las palabras. O viceversa.
Creímos, esa noche, que la razón
puede soportar todo menos la falta de sentido, que donde no la hay la
construye. Y que, en ello, usamos las palabras para pretender que las cosas
sean otras. Esas otras que nos satisfacen, que gozamos, que nos hacen posibles.
Los objetos son honestos, nosotros
somos las ficciones que desencadenamos. En ellas nos jugamos el día a día,
sobre ellas establecemos la relación con los otros, para amarlos, para
desearlos, para hacer cosas con ellos y después ya no.
Como si esto fuera poco, arribamos
a que el arte es una relación intermediada por un objeto. Ahí estaba todo, nuestro
vicio fundamental nos sugirió que ahora necesitamos una exposición para comprobarlo.
Entonces nos fuimos a bailar y a olvidarnos un poco de todo.
Entonces entré en casa y escribí.
Es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía.
Jorge Sepúlveda T.
Curador Independiente
Buenos Aires, julio de 2009.