Todo triunfo es una advertencia. Residencias de arte y prácticas colaborativas en Latinoamérica.

Texto para el libro ACCION MONUMENTA
publicado por el Colectivo MICH (Chile)
Mayo 2017

Algo ha cambiado. La relación entre arte y comunidad ha producido a lo largo de estos últimos 10 años un contexto que lo favorece pero que también le pone nuevas exigencias formales y políticas. En Latinoamérica podemos rastrear el inicio de esta preocupación en los años 60s y 70s, donde los artistas se resistían a creer en la impermeabilidad autónoma de las prácticas artísticas. Artistas como Helio Oiticia, Marta Minujin, colectivos como el Grupo CAYC y Grupo de los Trece, o las prácticas del Colectivo de Acciones de Arte (CADA), pretendían utilizar el arte por fuera del confinamiento de su campo de conocimiento especialista.

Sabemos que la primera integración social efectiva entre arte y comunidad ocurrió recientemente a través de las gestiones autónomas y la constitución de escenas locales de arte, como es el caso de JAMAC en São Paulo (Brasil) o Lugar a Dudas en Cali (Colombia), que luego dieron paso a la entrada de estas prácticas como herramienta de las políticas públicas. La exhibición del trabajo en relación a lo social hoy cotiza su valor en  prestigiamento y completa las agendas políticas, acercándose con ello al tratamiento que se le da a la moda y el espectáculo. Su eficiencia para el sistema de arte se ha hecho evidente, pero también su rentabilidad política en la cultura y a partir de eso en la educación y el turismo. Y con ello se ha estabilizado la estructuración de sus procedimientos, la consolidación discursiva de su programa y de sus pretensiones a la vez que su funcionalización como herramienta de diagnóstico e intervención [1].

Todo triunfo es una advertencia. Dicho de otro modo, todo método es requerido por sus consecuencias, por la reestructuración de su contexto, de sus procedimientos y de los criterios de juicio que genera. Acá veremos dos aspectos de las prácticas colaborativas que suceden en residencias de arte contemporáneo: por un lado, la tensión entre pedagogía y didáctica y, por otro, la distancia entre intervención de espacio público e intervención de procesos sociales.

Entonces vamos por lo primero: la noción de pedagogía está en crisis en las prácticas colaborativas y con ella la posibilidad efectiva de implementar y afectar procesos cognitivos. La noción de pedagogía en uso en estas prácticas tiene una pretensión democratizadora del conocimiento pero principalmente intenta reconocer (y establecer) una equivalencia organizada de la relación entre los saberes (los propios y los del contexto). Su problema en la mayoría de los casos, en este afán democratizador, es la persistencia de la necesidad del valor (que, por cierto, no actúa de manera democrática sino argumentativa y normativa). Y cuando decidimos enfrentar esta jerarquía intentamos resolverla con accesibilidad, sabiendo que es afectada por los binomios autoridad – autoritarismo, jerarquía – jerarquización y disciplina – disciplinamiento.

De la claridad y la decisión que se tome dependerá el tipo de relación que se establezca: si es de producción de ciudadanía (de autonomía y libertad) o si se circunscribe a las personas a un rol de espectadores contemplativos del “valioso trabajo del artista”. Esto nos lleva  a preguntarnos dos cosas: ¿estamos preparados para trabajar en conjunto y en la libertad de otro? o frente a esta pasividad impuesta por la intervención ¿por qué motivos habrían de interesarse?.

En ello se juega nuestra capacidad de seducción no objetivante y no objetuante, donde las personas se asuman un rol protagónico en el diseño, implementación y continuidad de la intervención. Intentamos entonces evitar la “pedagogía del embrutecimiento” que primero establece la ignorancia (la existencia del bruto) para luego de establecida esa discapacidad se propone como puente. La didáctica actúa, en muchos casos, nada más que como la transferencia técnica y conceptual para la certificación de esa discapacidad. Con ello La didáctica despliega los procedimientos para la progresiva interiorización y naturalización de los consensos de la cultura local, nos disciplina en el conocimiento convencional y en la práctica de los hábitos preestablecidos que abren la entrada fluida a la sociedad (actuando como un lubricante y un sucedáneo de la participación). Por el contrario, podríamos pensar la pedagogía como el espacio de excepción donde se puede tomar distancia para involucrarse, donde podemos soportar la violencia epistémica y donde tenemos razones para hacerlo. Al final de este texto hablaremos de esto.

Mientras esto se pretende con la pedagogía, continúa ocurriendo una estructuración patrimonial del conocimiento y sus metáforas que puede impostar un interés por lo público (que sintomatiza en frases como “quien lo posee, cómo se intercambia, quien lo transfiere”). La tarea entonces es distinguir la veracidad de lo verosímil y desactivar la economía de privilegio para establecer una economía de derecho. ¿Cómo hacerlo? Podemos pensar y poner a prueba intervenciones significativas que entiendan y expliciten las tensiones recurrentes del contexto, reconociendo como material de trabajo los hábitos y costumbres (el uso cotidiano del lenguaje, del espacio y del cuerpo), las dinámicas que sostienen, justifican y ocasionan lo posible de imaginar. Las prácticas colaborativas en este caso son capaces de estructurar contenidos y actividades, pero su mayor capacidad es instalar un disenso que pone a prueba el valor contingente de las normativas naturalizadas del imaginario en uso.

Para finalizar. En América Latina, luego de las dictaduras que trajeron consigo la instalación del artesanato y un uso homogeneizante y excluyente de la noción de identidad seguidas por el funcionalismo microemprendedor de las industrias culturales, están en debate principalmente 3 cosas: la producción de subjetividad, la capacidad política de los sujetos y el afecto societal.

Estas tres cuestiones complementarias demandan de los artistas y gestores de arte capacidades específicas y que sean claramente distinguibles de la institucionalización, de la propaganda y el trabajo social [2]. Estas capacidades son: constituir una relación intensa que medie entre distancia e involucramiento, afrontar la estructuración conservadora a través de un uso táctico de la violencia epistémica (directamente vinculada a la modificación de las relaciones personales y emocionales) y habilitar experiencialmente el desborde, el deseo y la curiosidad.

En esto estamos.

 

Jorge Sepúlveda T. y Guillermina Bustos
Coordinadores Curatoría Forense – Latinoamérica

 

REFERENCIAS

 

 

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