La aparición nostálgica, por no decir fantasmática del General Lee en las calles de Tulcán- Ecuador, me haría pensar que la máquina atraviesa la ciudad. Ni tan autómata como el terrible KITT (Knight Industries Two Thousand) cuyo ojo-luz pineal ondulaba simulando una voluntad, esta versión se hace presente como cuerpo de una añoranza. El automóvil es parte de una animación, monstruum de una aspiración anímica que la ciudad apela desde la televisión. No obstante, y pese a que la metáfora de la ciudad es el automóvil (más allá inclusive de ese carácter psíquico dado por Baudrillard o mi padre) la imagen de Ella es siempre viva (o en vivo, como se sugiere para superar el entretiempo de la muerte). Ella está ahí como una Beatrice, siempre presente con su nombre selvático, pero también con su sonrisa que es anhelada interrupción. Ondula su cabello. Ondula como una brisa, pues ella es Aura, el primer viento del día. Si no fuese por su presencia toda memoria sería otra de tantas proyecciones de una imagen retiniana y televisa que a la vez constriñe y quema la mirada.
(aquí el suspiro es distancia, abismo)
Ya el movimiento hace del cuerpo y del corazón péndulos, pese a que la música de despecho se ha instalado con su bilis negra (tal cual es la carnosidad de la melancolía) en Ecuador y que el gusto del chofer impone sobre la piel del viandante. Aquí debería pedir disculpas a los ecuatorianos por Jhonny Rivera, antes que su maledicencia se apodere de lo popular como folckore que es la justificación de la antropologización del otro. La tentación de la cirugía de la cámara está ahí, pero me abstengo pues la reservo para aquella cabellera que sólo se hace cuerpo mientras la contemplo. En tanto estamos dentro del bus a Quito, Antropos como movimiento y espera angelical se hace tan presente que todo se justifica por su nombre (entendería entonces porque mi amigo Wilson Narváez me habló de Dante, ya sea palabra, conjuro o viaje y cuyo regalo siempre cargo en mi muñeca, Ahora podría intuir porque Walter Benjamin sugiere el viaje dantesco como el amor platónico por excelencia y que en el fondo, y siguiendo equívocamente a Bataille es el erotismo del corazón) . Todo viaje es descenso. El umbral está siempre encima de nosotros como un Hermes Bifronte que asume su cuerpo como su propia ecclessia. Tal vez por eso, Hermes es sugerido como dios de los artistas, de los comerciantes (quienes abrieron el mundo bajo la concepción del viaje como utilidad), de los ladrones. Tal vez era Hermes quien movía el avión para hacerse sentir como dios también del sacrificio y que las azafatas ignoran con la sugerencia de seguir pegados al asiento esperando el fatum del cielo.
Ya en Quito, el insistente guía de la muestra de Mideros me haría caer en cuenta la importancia masónica del número siete evidenciado— según él — en la obra del simbolista ecuatoriano. Todo con el fin de valorar el mecenazgo de la dama quiteña a cuya casa y obra se le dedica un museo en pleno centro histórico de Quito (o Tokyo como quiso nombrar Jairo Chavez a esta ciudad). En todo caso, y rodeado de siete volcanes, la luminosidad barroca está ahí viva en este viaje que comenzó desde el centro del mundo (al menos desde otro centro como quiso llamar el pintor Paulo Bernal al desplazamiento erótico de las ciudades) y que se asoma desde el vértigo de la máquina voladora. He pensado que la imagen aparece en su desnudez pero también en una lógica narrativa que constituye el viaje como tal, en tanto la vendedora de menjurjes en el atrio de la iglesia de Santo Domingo en Quito evade la pregunta para qué sirven los muñecos que ofrece entre inciensos y plantas medicinales (que innegablemente por sus colores constituyen una cromatografía del mal). Si la brujería se vende a los pies de una de las iglesias más sacras de Ecuador, es para que la seguridad del turista se afecta desde la fragilidad de su locus (inclusive como lugar de anunciación de artistas foucaultianos), Entonces, todo es vestigio y magia (a veces negra, y creo que el arte contemporáneo se ha apoderado de esto en el sentido de afectación insana del cuerpo y espíritu del otro), pues existe una relación entre hostis (el hostil, el extraño) y hospes, el huésped, y creo que ahí está la idea de someterse a una residencia artística y que la presencia de cámaras de video y fotográficas no se equivoque con un reality show.
(Un brillo en la pupila del amado es despedida y espera)
Todo viaje es vértigo, ya Hitchcock lo logra al someter al espectador a una angulación monstruosa que crea el sentido de separación forzada de la mirada, si es que no la fidelidad poco creíble del espectador. No obstante, las turbulencias de Dios (como quisiera entender la voluntad de la máquina voladora) no son nada espectaculares al menos para cuatro integrantes de la Residencia(a no ser que la idea del residente sea la del huésped, del espectro). O es que las mariposas en el estómago, tal cual enamorado sean parte de la afectación carnal del sentimiento, sea parte del symphatos al que los amables Javier y Ilze sugieren como parte de la residencia. Recibir al otro, ya es parte del arte- paideia que cuestiona mi ensimismamiento cuya idoteia siempre es un asunto de poder y sometimiento (si es que no de amordazamiento).
(un suspiro es Córdoba y Córdoba se abre con suspiros pese al cielo en gris)